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“La crisis de derechos humanos que atraviesa el país, es una continuación acentuada por el gobierno de Enrique Peña Nieto -con toda la carga de autoritarismo que intrínsecamente representa el PRI- de la equivocada estrategia de combate al narcotráfico que ha privilegiado el uso de la fuerza y ha relegado el combate a la corrupción política, que es la base de la cultura de complicidad que se extiende y se justifica en amplios sectores sociales, empresariales y comunicacionales. (…).”


Martes 21 de octubre de 2014

Senador, Javier Corral Jurado
El horror de Iguala despertó clamores y exigencias que reencienden la indignación social sobre un hecho indiscutible y de ya larga data en nuestro país: el contubernio entre la delincuencia organizada y autoridades de los distintos niveles de gobierno y de todo signo partidista. Junto a los fusilamientos del Ejército en Tlatlaya, asunto nada menor frente a la desaparición de los normalistas, el gobierno mexicano quedó al desnudo ante la Nación, hueco su discurso modernizador ante un mundo azorado de nueva cuenta por el rostro verdadero de un gobierno que se enmascaró de democrático a partir de importantes reformas constitucionales, la mayoría de ellas, traicionadas, reducidas o burladas en las leyes secundarias. Un régimen de fachada.

La crisis de derechos humanos que atraviesa el país, es una continuación acentuada por el gobierno de Enrique Peña Nieto -con toda la carga de autoritarismo que intrínsecamente representa el PRI- de la equivocada estrategia de combate al narcotráfico que ha privilegiado el uso de la fuerza y ha relegado el combate a la corrupción política, que es la base de la cultura de complicidad que se extiende y se justifica en amplios sectores sociales, empresariales y comunicacionales. La corrupción que no sólo está en Alcaldes de pueblos medios, sino en Gobernadores, Senadores, Diputados, Secretarios de Estado, burocracia en general, jueces y magistrados.

Aunque la alternancia ha traído un mayor juego de la representación popular en el Congreso, ciertos equilibrios y nuevas formas de participación ciudadana, el régimen es el mismo, está intacto en sus ejes de funcionamiento esencial, y el más importante de ese sistema corrupto y corruptor es el Pacto de Impunidad entre la clase política gobernante, reforzado como nunca antes en nuestra historia reciente, por la convivencia misma del sistema de partidos en el ejercicio del poder, porque en estricto sentido, no hay un partido que pueda considerarse hoy enteramente de oposición. Las fallas, los abusos, excesos o deficiencias de unos y otros en la alternancia sirven para la escaramuza electoral periódica, pero no tienen consecuencias reales, porque a la hora de la verdad, entra en juego el sistema de tapaderas.

La complicidad de distintas instancias gubernamentales con el narcotráfico, tiene sustento en una corrupción que trasciende lo policiaco, o las políticas de seguridad; es la debilidad institucional para llegar hasta las últimas consecuencias en el castigo a conductas desviadas, actos de corrupción, omisiones o violaciones a la ley, y para sentar precedentes ejemplares de sanciones administrativas, políticas y penales. Los actos de persecución a la corrupción política son selectivos en un sexenio, con propósitos de afianzamiento del poder al inicio de una administración, estrictamente mediáticos o para justificar acciones de mayor control autoritario. No hay un verdadero sistema de responsabilidades públicas, carecemos de un ejercicio institucionalizado de rendición de cuentas, falta una acción regular, imparcial y decidida de los ministerios públicos. Por el contrario, persisten vastas zonas de opacidad, ocultamiento y protección. En ello radica no sólo el descrédito de la cuestión partidista y el concepto de lo político, sino el derrumbe del principal recurso en el que se finca un auténtico sistema democrático: su legitimidad.

Los principales centros de decisión en el país están corrompidos. Las componendas y los disimulos en los poderes y los niveles de gobierno están a la orden del día, empezando por el Congreso. Apostados en una montaña de dinero del que no se le da cuenta a la sociedad, miles de millones de pesos, los órganos de dirección de las cámaras y los coordinadores parlamentarios operan con base en la repartición de canonjías económicas y etiquetas presupuestales. Y presumiblemente desde ahí, se pretende lanzar una agenda anticorrupción. El mismo Congreso del que han salido integrados bajo el sistema de cuotas partidistas, los principales órganos reguladores de los intereses económicos, de las contiendas electorales, de los medios de comunicación, del acceso a la información y los órganos de justicia, incluidos los nombramientos de Ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Ese es el problema de fondo, el Pacto de Impunidad y conveniencias mutuas que trastoca la verdadera institucionalidad por manejos facciosos, aprovechamientos personales, intereses estrictos sobre el interés general. El ratereaje e impunidad de varios Gobernadores es una provocación a la rebelión social.

Se detendrá al Alcalde de Iguala y demás responsables, es posible que conozcamos los motivos de esa barbarie y quizá veremos caer o renunciar a actores políticos relevantes en el Estado de Guerrero, pero mientras no se desmonte el pacto de impunidad, vendrán otros casos cargados de tragedia y cinismo porque en un sistema de complicidades tan extendido y en los fríos cálculos de un poder sin límites ni sanciones, eliminar personas es un acto aceptado.

Mientras el Presidente de la República siga con su teleprompter hablando como una víctima más y no como autoridad, jugando a las evasivas de su responsabilidad constitucional y legal indubitable en esta tragedia, no habrá quien se crea el combate a la impunidad. Mientras el Procurador General de la República coloque por encima de México el interés del PRI, el pacto de impunidad seguirá produciendo horrores como Tlatlaya o Ayotzinapa.

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