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Martes 28 de octubre de 2014

Descubrí muy tarde la muerte. No me refiero al proceso natural en el que todo ser vivo deja de respirar y de existir. Eso lo sé desde niño. No. Me refiero al tremendo dolor y chingadazo que sientes cuando sabes que la persona que quieres y amas se va de este mundo y no lo vuelves a ver. 

De niño me dijeron que se había muerto el tío Jaime, que de tanto alcohol que se metió el hígado se le hizo añicos. Recuerdo que en el funeral me la pasé jugando en el patio con mis primos mientras en la sala la gente gemía y lloraba. Después le tocó a un tío de mi papá. Creo que se llamaba Rubén. Lo curioso es que haya muerto de lo mismo que el tío Jaime. Esa ocasión ni al velorio asistí. Mi padre nos puso una película y me quedé cuidando a mis hermanos, pues el mayor era yo. Se fueron de este mundo otros tíos, tías, señores y señoras que no conocía pero sus muertes causaban dolor y llanto a mis padres.

Dicen que somos un pueblo que se ríe de la muerte como nadie lo hace en el mundo. La celebramos, nos la comemos y bailamos con ella. También sé que los tanatólogos aseguran que nunca estamos preparados para la muerte y que al llegarnos acumulamos nuestras emociones al grado que nos bloqueamos y vamos por la vida cargando un peso emocional. 

Lo cierto es que aquella tarde cuando me dijeron que el Abuelo Felipe había muerto un latigazo golpeó algo profundo en mí. El alma pues. Y no reí, ni comí y ni bailé. Pero tampoco lloré. Veía a mi abuelo en el ataúd y pensaba que no era él. El hombre fuerte al que acompañaba a comprar pulque y me regalaba un sorbo a cambio de mi silencio con mis padres, no era el mismo que estaba en esa caja. Veía a mi madre y mis hermanos y a todos llorando, mientras yo le regalaba al abuelo mi silencio. 

No he vuelto al panteón en donde enterraron a mi abuelo. Como tampoco he vuelto a visitar a mis amigos Víctor, Mario y Jorge, que se me murieron antes de tiempo. Ni a mi abuela Salvadora, quien no hace mucho se fue a alcanzar al abuelo Felipe. Parece que he pactado con la muerte para llorar en silencio y extender mi duelo para una mejor ocasión.

Sin embargo, aquel día cuando el locutor de noticias informaba la muerte de George Harrison, y las imágenes televisivas se mezclaban con las mías, con mi niñez y mis largos encierros en mi habitación escuchando a los Beatles, sabía que no sólo Harrison moría sino también una parte de mí. No reparé que a un lado mío estaba mi hija Dení, quien también escuchaba la mala nota. Algo habría visto en mi rostro pues sus lágrimas caían a chorros por su rostro de apenas seis años. Lloramos juntos. Había descubierto la muerte.

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